martes

Eran ya casi las cinco de la mañana cuando ingresó a través de una ventana que no hubo que forzar, le bastó un salto y ya estaba adentro. Era fantástico enfrentarse al lugar totalmente carente de humanidad. La ausencia de ácratas, ebrios, prostitutas, dealers, músicos, escritores y ludópatas le daba un aspecto de abandono a ese bizarro lugar.   Sabía que debía volver a dejar la ciudad y "sumergirse", como solían decir los militantes anarquistas. Esconderse, más que de la ley, de sí mismo, de sus fantasmas. Pero esta vez probablemente para siempre.
Antes de escapar debía realizar el ritual, y no había tiempo que perder: tomó el viejo instrumento, literalmente lo clavó en el escenario y afinó con precisión… para él era fácil hacerlo , lo conocía como a sí mismo. Apenas sus dedos se posaron sobre las cuatro cuerdas comenzó a sentir un aroma a tabaco y mujer, alucinógenos y prostitutas. Comenzó a interpretar “Gitane”, que en esta ocasión sonaba irremediablemente a réquiem. En un bolsillo traía la pulsera que usó por varios años Susana en el tobillo, con ella la conoció y la vio muchas veces captar clientes sentada en la barra del bar, con un coñac a medio acabar en la mano. Ahora la pulsera sería suya, su trofeo de caza, su fetiche para recordarla. El llevarla consigo le daba más seguridad al momento de improvisar y estaba seguro que el público también lo hubiese notado si el Club no hubiese cerrado esa noche. Era una lástima que no lo pudiera escuchar Emilio, pensaba mientras ejecutaba el In Crescendo de la tercera frase.
Terminó de tocar mientras los primeros rayos del amanecer comenzaban a asomarse tímidamente detrás del mostrador, lo que le permitió descubrir la foto en que Susana posaba sentada frente a Louis, aquel rubio de ojos claros que había llegado como marine y se había convertido en un aplicado barman y en el desinteresado protector de la bella meretriz, lo suyo claramente no eran las mujeres. Cogió la foto desde el mostrador y la introdujo en su bolsillo. Sussy ya no la reclamaría y a Louis le bastaría con el recuerdo de la amistad que ella siempre le otorgó, incorporando con naturalidad su condición de gay.
Nicolás abandonó el lugar al amanecer y caminó hasta abordar el primer tren de la mañana. El destino ya no importaba. La foto y la pulsera todavía no podían inculparlo de nada, pero el tenerlas le recordaría que había liberado para siempre a su Heroína del Puerto.