sábado

Ya habían pasado dos o tres semanas desde que Nicolás había dejado la vecindad gitana buscando escapar de los fantasmas de ese pasado que inevitablemente y como una maldición condenaba su presente. El mismo paisaje que había acompañado su deambular durante años volvía a ser su refugio, y su viejo camarada de iluminaciones y oscuridades, volvía a ser su protector y radical inspirador.
Emilio vivía en un pequeño departamento frente al mar, de un solo ambiente y con las paredes decoradas con los trazos expresionistas que gustaba dar Susana, esa mujer que una vez descubriera en el Club y que pasó de ser una dama de compañía para turistas y marineros, a ser parte irrenunciable de su vida, y luego la razón del alejamiento de Nicolás debido a las disputas ocasionadas por la rivalidad en la conquista de la bella meretriz. A pesar de los años y el desgaste ocasionado por la intensa vida nocturna, ella continuaba siendo atractiva ante la mirada de cualquier hombre que se cruzaba en su camino, con sus grandes y firmes pechos –condición determinante para Emilio en una mujer- y aquella profunda mirada que resultaba del intenso color azul de sus ojos, y que la impulsaba a teñir su cabello con un definitivo tono azul que le daba un aire muy exótico a su noctámbulo deambular.
Nicolás había vuelto a los malos hábitos de antaño, a compartir con Emilio aquella sustancia que recorría sus venas y los ponía más allá de este mundo, más allá del bien y del mal de esta desdibujada sociedad, más allá de este mundo habitado por desclasados del stablismen social. Más allá, siempre más allá.
Lo acompañaba al Club y se entregaba a disfrutar de aquella capacidad única de Emilio de evocar y casi reencarnar a Miles, el ídolo que vestido con ropajes cool veneraban como a el verdadero Mesías que alguna vez se cruzó por sus bohemias existencias y les descubrió una vida llena de otras vidas y llena de los monocromáticos colores de la noche. Nihilismo y placer sexual contenidos en aquellas melodías cálidas, acotadas y llenas de lirismo, a pesar de la heterodoxa tendencia atonal con que Emilio acostumbraba abordar cada nueva frase al momento de improvisar sobre la base rítmica en que ocasionalmente participaba Nicolás y arremetía desde el contrabajo como un torbellino incontrolable, desechando las viejas fórmulas armónicas e implementando el decálogo modal.
 
Así transcurría cada noche de jam session liderada por Emilio, mientras Susana dejaba su refugio plástico para visitar antiguos clientes y, a cambio de efímero placer, volver con el dinero que terminaba en los bolsillos del dealer de turno, aquel mercader que sostenía las noches de inspiración sobre el escenario. En el fondo, ella no sabía si lo amaba, odiaba, o simplemente estaba acostumbrada a su presente ausencia. Intuía que necesitaba protegerlo para protegerse a sí misma.
Al amanecer las tres individualidades volvían a la estrecha morada y al cerrar la puerta penetraban un desconsolado mundo de embriaguez y apatía existencial. En realidad, cada uno vivía aislado bajo su propio karma. Los momentos de comunión que se daban entre Emilio, Susana y Nicolás en el Club o en algún otro bar, sólo representaban el déjà vu de otro tiempo, de un tiempo perdido como imagen desechada en el espejo roto de un motel barato.