lunes

Las noches en la casona le parecían menos frías,  pero no era debido a la temperatura primaveral que se dejaba sentir los últimos días e inundaba los rincones polvorientos de aquella vieja propiedad, sino que los encuentros con las mujeres del campamento le daban a Nicolás certeza de que ya no estaba tan solo en ese barrio abandonado y que no era el último habitante del final de la calle Arturo Prat. Sobrevivía cada día alejándose de sus vicios gracias a entregarse a la pasión y lujuria que bebía de las gitanas. Con ellas no interesaban nombres, patrimonio, el pasado o el futuro, sino que cada amante traía un presente de placer y evasión, sustituyendo las drogas como medio para olvidar los hechos que un día habían manchado sus manos.
Así transcurría el tiempo y sus noches de insomnio se hacían más soportables. Fue en ese contexto de armonía interior que recibió la visita de Ayanay, quien le atraía enormemente ya que compartía sus perversiones y cada paso por el lecho compartido le hacía desearla más y obsesionarse por volver a poseerla otra vez.
Sabía que a ella le atraían los gitanos y por ello la esperó vestido con un traje a rayas y con la camisa abierta al estilo romané… ella apareció vestida como a él más le gustaba: traje color negro de dos piezas, con una minifalda que al agacharse dejaba ver la liga de unas medias de llamativo diseño y parte de su ropa interior roja de encaje. Sellaba el vestuario unas sandalias de tacón alto que alargaban sus piernas hasta el infinito... del deseo. .No pasaron muchos minutos, cuando los amantes ya estaban en el lecho disfrutando del sexo sin compromiso. Nicolás se había propuesto dejarse llevar por la pasión gitana de esa parte de la sangre que recorría las venas de Ayanay y poder tener todo un día de dedicación al placer carnal.
Luego de compartir una botella de ron y emborracharse ambos, ella lo dejó por un momento y volvió con una venda para que Nicolás la utilizara como le gustaba. La sola idea de privarla a ella del sentido de la vista o amarrar sus manos mientras la poseía lo excitaba y lo llevó a retomar ese lenguaje rudo y vulgar que era parte de su juego erótico.
 “Ponte en cuatro patas para encularte, maldita ramera”, le dijo mientras vendaba sus ojos para luego penetrarla desde atrás y acariciar con rudeza cuello, espalda, caderas, muslos y sus grandes y redondos senos. Mientras la envestía con fuerza, le excitaba cada vez más escucharla gemir y pedir ser penetrada también por la verga del gitano fallecido. Fue entonces, cuando recordó la noche en que conoció a Ayanay, la vio tener sexo y terminó bañado en la sangre del gitano. También volvió a recordar cuando luego de ese fatídico accidente en medio de la relación sexual con su joven primer amante, se produjo aquel incendio con trágicas consecuencias. 
Entre más gemía Ayanay, más lo excitaba sofocarla introduciéndole los dedos en la boca mientras le decía obcenidades e insultos. Fue en ese momento que cogió su cinturón y enlazó el cuello de su amante, lo cual hizo que a medida que más tiraba de él, lograba una erección mayor y la penetraba con más fuerza. A ella se le dificultaba mucho poder respirar, pero el seguía penetrándola desaforadamente. Sin reparar en la desesperación de su amante continuaba poseyéndola violentamente hasta eyacular mientras tiraba con ambas manos del cinturón que asfixiaba el cuello de su víctima.
Una vez que acabó y recuperó el control de sí mismo, recordó mientras soltaba el improvisado lazo, la voz amenazante de su madre el día de su partida. Ayanay cayó de golpe al suelo mientras Nicolás la miraba entre excitado y horrorizado por lo que el recuerdo de su progenitora había hecho a través de él a esa mujer subyugada bajo el influjo de sus propias abominaciones.